domingo, 22 de febrero de 2009

Amazonas

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El Amazonas, en inmediaciones del Parque Nacional Natural Amacayacu, ofrece atardeceres irrepetibles. Sobre sus aguas la luz solar se descompone en un espectro vasto de colores. Aún es frecuente tropezar en el gran río, aguas arriba o aguas abajo, con grupos
de delfines rosados y grises que regresan de sus “faenas de pesca y juego” en las piscinas naturales y afluentes de aquel “mar de agua dulce”. No es una exageración, son las palabras mismas de los nativos las que aseguran que allí nunca se repite un atardecer. Al
principio, uno no lo cree, pero luego lamenta que le quede faltando tiempo para conocer algo más del repertorio de paisajes y ocasos que se disfruta entre los municipios de Leticia y Puerto Nariño. ¡Ahhh, son embriagadores!


Texto: CARLOS ALBERTO GIRALDO M.

Parque Nacional Amacayacu Cuando uno se decide a meterse en las aguas del lago Tarapoto le sobrevienen dos sensaciones contradictorias: una de grandeza e, inmediatamente, otra de pequeñez.

La primera se explica en el hecho de estar rodeado por delfines rosados y grises, en esa piscina natural, sin dejar de sentirse seguro y dueño de tales maravillas. La segunda sale a flote frente a la inmensidad de aquel reservorio de aguas alquitranadas entre las que uno parece una hoja más, entre las que el cuerpo de un hombre es apenas un trocito del universo arrastrado por la marea incesante
de vida que produce la selva del Amazonas.

Antes de lanzarme al agua, Alberto Paredes, nuestro guía y funcionario del Parque Nacional Natural Amacayacu, había comenzado a silbar suavemente para atraer a los bufeos, como también llaman los lugareños a los delfines rosados. Era un canto que él sabía de memoria, una memoria que es la de los pueblos indígenas que habitan allí ancestralmente. En esta parte del Amazonas, entre los municipios de Leticia y Puerto Nariño, del lado colombiano del gran río, viven los Tikuna, los Huitoto, los Cocama, los Miraña y los Yagua.

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Sus dominios también están en territorio peruano y brasileño, porque su relación con aquel mundo salvaje y exuberante no conoce límites. Alberto, además de avezado navegante en lanchas con motor fuera de borda, es un tikuna sabio y callado. Muy pronto, poco antes del mediodía, su silbido surtió efecto y los delfines rosados comenzaron a curiosear alrededor del bote.

En parejas y solos aparecían y desaparecían en la superficie mientras resoplaban con un tono menor pero parecido al que estamos acostumbrados a escucharles a las ballenas: ¡ffffuuuuuuu! Los rosados son delfines un poco más lentos y menos
acrobáticos que los grises, que son saltarines y huidizos igual que sus primos del mar.

En el Tarapoto, que hace parte del sistema de lagos del río Loretoyacu, afluente del Amazonas, los delfines rompen el silencio y la calma y, por los cuatro puntos cardinales, protagonizan apariciones impredecibles.

El reportero gráfico Henry Agudelo, que es parte de nuestro equipo, se queja por
la sorpresa con que lo toman los delfines rosados, sin permitirle una fotografía completa de sus siluetas de aspecto prehistórico. Los bufeos tienen una frente abultada que les sirve de radar para guiarse en las aguas oscuras de los ríos y lagos que forman parte del sistema natural amazónico. Ese “melón frontal” contrasta con sus ojos minúsculos y su trompa delgada y de dientes visibles.

A la zona de los lagos partimos a las diez de la mañana del miércoles 7 de noviembre bajo una lluvia que los nativos bautizan “blanca o espantaflojos”.
Salimos desde las instalaciones centrales del Parque Amacayacu en las que funcionan cabañas privadas y cómodas. Allí se hospedan los turistas. En la parte
trasera del complejo están las oficinas y dormitorios de los funcionarios del parque, que también sirven de alojamiento temporal a estudiantes universitarios en pasantía.

La ciudadela flota sobre estacones a unos tres metros del piso, para estar a salvo de las inundaciones y de las alimañas nocturnas. Es segura. Cuando uno remonta la corriente del Amazonas se tropieza con paisajes variopintos en la orilla que corresponde a Colombia, pero igual en la que está en Perú y Brasil. Por tramos, los bordes están tejidos en la selva espesa y de apariencia impenetrable en la que cantan los guacamayos y los micos aulladores. Pero en otros pasajes se descubren potreros de pastos bien motilados y aldeas rodeadas por cultivos de arroz y plátano, base de la dieta local.

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El recorrido rumbo a los lagos, a 35 kilómetros por hora desde Amacayacu, a orillas del Amazonas, apenas tarda 50 minutos. Antes de entrar al primer lago, nombrado El Correo, la lancha bordea un pueblito de tablas pintadas de todos los colores al que llaman “el pesebre natural de Colombia: Puerto Nariño”.

Puerto Nariño se descubre apacible y desnudo. No tiene calles y apenas, sí, un par de bicicletas que se la pasan guardadas porque están prohibidas, por disposición de la Alcaldía, para no incomodar a los turistas. De allí al gran Tarapoto uno alcanza a dar dos bostezos y a mirar desde la lancha las aguas llenas de taninos que se desprenden de la vegetación. Decenas de nutrientes y compuestos naturales que convierten los lagos en un espejo gigante y oscuro en el que se estrella la luz del mediodía.

Al tiempo que comienzo a sentirme cansado después de remar 40 minutos con mis pies en las aguas densas del Tarapoto, Henry, mi compañero, me hace señas, pero omite cualquier palabra. No alcanzo a entenderle que hay un delfín rosado que cruza junto a mi espalda. Luego Alberto nos explica que esos bichos mansos pero esquivos son muy sensibles a las energías humanas y que generalmente se alejan. Entonces me halaga su compañía, aun tan pasajera.

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