miércoles, 25 de febrero de 2009

En La Calle Viven Y Mueren

Fotografía ganadora de Mención de Honor World Press 2009.
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La muerte de cuatro habitantes de la calle, en menos de 15 días, prendió alarmas sobre la atención a esta población. Las cifras señalan que este año van 39 por causa natural y 28 violentas.

Cuatro en menos de 15 días
El 14 de octubre, un día antes de la muerte del “Mono”, en un andén del barrio Buenos Aires, fue encontrado Jorge Eliécer Avendaño de 26 años víctima de una enfermedad que lo mató. Luego le tocó el turno a “Rambo”, el 22 de octubre, bajo un puente de la autopista Norte y un día después fue Carlos, de 72 años, quien trabajaba el caucho y falleció en la oreja del puente de San Juan.

En menos de 15 días cuatro habitantes de la calle fueron hallados muertos y muchos se preguntaron qué estaba pasando con ellos.

Lucas Arias Vélez, médico de la Secretaría de Bienestar Social, a cargo del proyecto Sistema Habitante de Calle Adulto, explica que estas muertes obedecen al proceso de cualquier ser humano: salud, enfermedad y muerte.

Pero esta población es un poco más vulnerable a las enfermedades, dado su estilo y hábitos de vida: el trasnocho, el consumo de sustancias psicoactivas, la malnutrición, estar a la intemperie y las relaciones que establecen en el medio.

Los registros oficiales que maneja el sistema reportan la muerte por causa natural de 39 habitantes en situación de calle, la mayoría en centros asistenciales, tres más que en 2007. Pero contabilizando los que fallecen de manera violenta la cifra llega a 67.

Lo que prendió las alarmas es que estos tres casos se dieron muy seguidos y fueron ventilados por los medios de comunicación, pero para Arias Vélez es una situación normal de una persona que “en la calle duerme, come, atraca, se enamora, tiene relaciones sexuales, hace sus necesidades fisiológicas y algunos mueren”.

Según Arias Vélez ellos saben de los programas de las Secretarías de Bienestar Social y de Salud, y que pueden acudir gratis a cualquiera de los tres centros o a las unidades intermedias tanto para consulta, hospitalización, cirugía, medicamentos e incluso atención
poshospitalaria en un albergue con 45 camas en San Cristóbal por el tiempo que requiera su recuperación.

Con este centro existe la dificultad de que muchos se vuelan por la compulsión que les produce la abstinencia del consumo de sustancias o porque no están acostumbrados a las normas.

También tienen unidades móviles haciendo recorridos en las calles y atendiendo los llamados del 123 social, línea por la cual la ciudadanía puede reportar la presencia de algún indigente con algún problema de salud e incluso cuando está haciendo indisciplina social.

lunes, 23 de febrero de 2009

El Arte De La Inmovilidad

Él es una estatua operada. Hace cinco años le sacaron del intestino una decena de pedazos de bombilla de cien vatios que se había comido en una presentación en las calles de Cali. Le alumbraron en unas radiografías que le hicieron del abdomen para saber a qué se debían sus retortijones. Pero de esa época de fakir callejero a estos días las cosas cambiaron mucho: ya se llama Juan Valdez y destella porque su traje y su maquillaje son dorados, parece un tesoro tirado en medio de la Plaza Botero, de Medellín.

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Este miércoles 15 de noviembre, a las tres de la tarde, se le descubre inmóvil, de espaldas al Museo de Antioquia y de cara a los visitantes del parque que se paran a mirar esta estatua humana que carga carriel, machete, ruana, sombrero aguadeño y que calza cotizas. Cada jornada Rodolfo Aponte (o mejor, Juan Valdez) se embadurna con una crema especial que prepara con una fórmula secreta que no revela. Se la echa por libras. Así es. Cada 25 días se gasta una en su cara, sus manos y sus pies. A este Juan Valdez le falta su mula Conchita, pero es entendible que no le interese: se le irían la plata en maquillaje y las fuerzas en desmaquillarla todos los días.

Rodolfo hace parte del grupo de estatuas humanas que se levantan en los alrededores del Parque Berrío y de Plaza Botero y que compiten, por la atención del pueblo, con las esculturas del maestro Fernando Botero y la estatua del mismísimo Pedro Justo Berrío. Hay hombres de bronce, muñecas, damas antiguas, esclavos, figuras griegas y en esta Navidad llegarán un Príncipe y el Hombre de Yeso, según anuncio de sus creadores. Juan Valdez, incluso, amenaza con convertirse en hombre de piedra. Eso no se lo hubiera imaginado nadie, ni en los peores tiempos de los cafeteros cuando su mercado se quedó tan tieso como una estatua.

Él carga sus aperos en un baúl de madera, por supuesto pintado de dorado. Está hecho en tríplex y tiene unos adornos verdes y rojos, en arabescos. Son el recuerdo que le queda de sus tiempos de fakir. Rodolfo ensayó sus dotes histriónicas desde los doce años en los circos pobres de Bogotá y su natal Cartago. Y le hace a todo: dice ser robot, mimo y maniquí. Siempre a la moda de lo que el pueblo quiere. Con su vestuario es exigente. “Es que a una estatua mal presentada no se le arrima nadie”.

A las once es la cita

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Dos estatuas humanas permanecen sobre sus pedestales este jueves a las 10:30 de la mañana. Teresa Alzate las mira fascinada. Va y viene, les da la vuelta. Ella tiene cita a las 11:40 de la mañana con un siquiatra del Hospital Mental. Se la pasa algo deprimida por la muerte de su mamá, pero las figuras grises y oscuras de un esclavo y de un hombre de carriel, parecido al ilustre ingeniero cubano Francisco Javier Cisneros, que ayudó a trazar el ferrocarril de Antioquia, la reaniman.

En el pedestal de madera de esta copia humana e inmóvil de Cisneros hay una leyenda que deja muy impresionada a Teresa. Ella no duda en sacar su agenda y tomar nota: “aquel que no ha fracasado es porque nunca ha intentado nada”. Una verraquera de frase, dice Teresa antes de partir.

David Rangel Mejía nació en Caucasia, Antioquia, y se convirtió en estatua hace ocho años, gracias a un amigo que era mimo y lo invitó. Su deseo se acrecentó una vez que vio una revista alemana en la que aparecían varias estatuas humanas. Ya había hecho de payaso, mimo y robot, pero el arte de la inmovilidad terminó por seducirlo.

Aunque no crean, en la vida de las estatuas humanas se pasan malos ratos. Así como a las de verdad se les roban pedazos, les dan martillo y las orinan los perros, los borrachos y los niños, a las de carne y hueso les salen sus enemigos: “una vez en Barbosa un man me cogió descuidado y me patió el pedestal y casi me parto un pie. Claro que unos colegas se solidarizaron y lo cogimos y le dimos su muenda” por no respetar el arte y los artistas. Sobra imaginarse lo pesada que debe ser la mano de una estatua.

David coincide con Rodolfo (Juan Valdez) en que lo más que alguien puede resistir parado en uno solo punto son unas 18 horas y que quieto, quieto, quieto, lo que se dice quieto, se puede estar unas dos o tres horas. Pero lo más aterrador, más que la lluvia, los enemigos espontáneos, el sol y los niños cansones, lo que más temen estos artistas callejeros son esos días en que a la gente la mano y las monedas se les quedan estatuas.

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Las hay desplazadas
En un tunelcito que forman las escalas de los bajos del metro, a las cuatro de la tarde, Nancy Pérez comienza a desmaquillarse al lado de su hermano Rafael. Ya estuvieron seis horas parados a las puertas del Banco Popular, sobre el costado oriental del Parque Berrío. Se quita su vestido de dama antigua y lo mete en un balde. Entre tanto, abre un tarro viejo de papas gringas al que le mete una piedra en el fondo para que el viento no lo tumbe. Saca las monedas que el público depositó.

Salió desplazada de Nechí hace seis meses por un grupo armado que le quemó la casa de la finca a ella y a su mamá. Entonces vinieron a buscar el apoyo de Rafael en Medellín. Su mamá no aguantó tanto susto y sufrimiento y murió hace dos meses. Nancy, enseñada a recoger plátanos y yucas, tuvo que aprender las artes de Rafa para alimentar a sus cuatro hijos. “¿Qué más hago en esta tierra?”, pregunta. Lo más aconsejable: quedarse quieta.

Sin Rostro

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Se busca que la gente revele, sin miedo, dónde están los desaparecidos.

La información es entregada, bajo reserva, en Personería y Alcaldía.

Para que el miedo no sea el obstáculo de nadie para revelar la ubicación de una fosa, en San Carlos son repartidas miles de fotocopias del mapa de este municipio del Oriente antioqueño, con sus 78 veredas.

La idea es que con el paso de los días, sean campesinos o desmovilizados, la gente se anime a devolver el mapa a la Personería Municipal con las señas que permitan dar con el paradero de algún desaparecido.

La ventaja es que solo hay que dar la información de la fosa y si sabe el nombre de la víctima enterrada, o ser reconocido por sus prendas (camisa, sombrero, pantalones, zapatos, botas etc.) a la hora de ser asesinado. No se pide la identidad de quien hace la revelación ni cómo tuvo acceso a esos datos.

"Es un idea que nace en medio de la angustia por falta de información de los desaparecidos en este pueblo".

Hay casos desde 1989, pero la mayoría son entre 1999 y 2005, cuando más se vivió la disputa entre guerrilleros del ELN y FARC con paramilitares de las AUC y muchos de ellos aun no han sido reconocidos y sus restos reposan en los laboratorios de la Fiscalía.

Durante muchos años este municipio del Oriente antioqueño fue reconocido por la violencia ocasionada por la fuerte disputa entre grupos guerrilleros y paramilitares. En 2001 fueron asesinadas 155 personas.

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Las imágenes fueron tomadas en el mes de Abril de 2008 y son el registro de algunas denuncias de campesinos de San Carlos Antioquia .

¿A Dónde Van Los Desaparecidos?

El rostro con facciones (ojos, boca, nariz), nombre y apellido de la atrocidad contra la que se movilizó ayer la ciudad, nadaba con una voz contracorriente.
Se dio cita en el mismo lugar al que concurre semanalmente desde hace ocho años: el atrio de la iglesia de la Candelaria, para elevar la misma invocación: la vida y la libertad de los secuestrados, el retorno de los desaparecidos, "¡porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!", y el acuerdo humanitario. "¡Es urgente, es necesario el acuerdo humanitario!", se oía con gritos y palmas.
"Queremos el acuerdo humanitario y que nos entreguen pruebas de supervivencia. Es que si así tratan a los canjeables, ¿cómo tratarán a los nuestros que no son políticos ni militares sino civiles?".
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"Ojalá que a las FARC se les mueva el corazón, pero ellas no tienen corazón".
"¿Quiere que le diga sinceramente qué se nos espera? Olvido.
Los colombianos tenemos un momento en que nos amontonamos, pero después se nos olvida. Parece que en Colombia nadie quiere saber ¿A dónde van los desaparecidos?
Las Madres de la Candelaria se fundó desde 1999 y bajo un intenso sol del cielo paisa se reúnen en el atrio de la Iglesia de la Candelaria, ubicada en el parque Berrío de Medellín Colombia.
Estas imágenes son tomadas en el atrio de la iglesia del parque Berrío en Medellín.

Henry Agudelo C.

domingo, 22 de febrero de 2009

Amazonas

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El Amazonas, en inmediaciones del Parque Nacional Natural Amacayacu, ofrece atardeceres irrepetibles. Sobre sus aguas la luz solar se descompone en un espectro vasto de colores. Aún es frecuente tropezar en el gran río, aguas arriba o aguas abajo, con grupos
de delfines rosados y grises que regresan de sus “faenas de pesca y juego” en las piscinas naturales y afluentes de aquel “mar de agua dulce”. No es una exageración, son las palabras mismas de los nativos las que aseguran que allí nunca se repite un atardecer. Al
principio, uno no lo cree, pero luego lamenta que le quede faltando tiempo para conocer algo más del repertorio de paisajes y ocasos que se disfruta entre los municipios de Leticia y Puerto Nariño. ¡Ahhh, son embriagadores!


Texto: CARLOS ALBERTO GIRALDO M.

Parque Nacional Amacayacu Cuando uno se decide a meterse en las aguas del lago Tarapoto le sobrevienen dos sensaciones contradictorias: una de grandeza e, inmediatamente, otra de pequeñez.

La primera se explica en el hecho de estar rodeado por delfines rosados y grises, en esa piscina natural, sin dejar de sentirse seguro y dueño de tales maravillas. La segunda sale a flote frente a la inmensidad de aquel reservorio de aguas alquitranadas entre las que uno parece una hoja más, entre las que el cuerpo de un hombre es apenas un trocito del universo arrastrado por la marea incesante
de vida que produce la selva del Amazonas.

Antes de lanzarme al agua, Alberto Paredes, nuestro guía y funcionario del Parque Nacional Natural Amacayacu, había comenzado a silbar suavemente para atraer a los bufeos, como también llaman los lugareños a los delfines rosados. Era un canto que él sabía de memoria, una memoria que es la de los pueblos indígenas que habitan allí ancestralmente. En esta parte del Amazonas, entre los municipios de Leticia y Puerto Nariño, del lado colombiano del gran río, viven los Tikuna, los Huitoto, los Cocama, los Miraña y los Yagua.

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Sus dominios también están en territorio peruano y brasileño, porque su relación con aquel mundo salvaje y exuberante no conoce límites. Alberto, además de avezado navegante en lanchas con motor fuera de borda, es un tikuna sabio y callado. Muy pronto, poco antes del mediodía, su silbido surtió efecto y los delfines rosados comenzaron a curiosear alrededor del bote.

En parejas y solos aparecían y desaparecían en la superficie mientras resoplaban con un tono menor pero parecido al que estamos acostumbrados a escucharles a las ballenas: ¡ffffuuuuuuu! Los rosados son delfines un poco más lentos y menos
acrobáticos que los grises, que son saltarines y huidizos igual que sus primos del mar.

En el Tarapoto, que hace parte del sistema de lagos del río Loretoyacu, afluente del Amazonas, los delfines rompen el silencio y la calma y, por los cuatro puntos cardinales, protagonizan apariciones impredecibles.

El reportero gráfico Henry Agudelo, que es parte de nuestro equipo, se queja por
la sorpresa con que lo toman los delfines rosados, sin permitirle una fotografía completa de sus siluetas de aspecto prehistórico. Los bufeos tienen una frente abultada que les sirve de radar para guiarse en las aguas oscuras de los ríos y lagos que forman parte del sistema natural amazónico. Ese “melón frontal” contrasta con sus ojos minúsculos y su trompa delgada y de dientes visibles.

A la zona de los lagos partimos a las diez de la mañana del miércoles 7 de noviembre bajo una lluvia que los nativos bautizan “blanca o espantaflojos”.
Salimos desde las instalaciones centrales del Parque Amacayacu en las que funcionan cabañas privadas y cómodas. Allí se hospedan los turistas. En la parte
trasera del complejo están las oficinas y dormitorios de los funcionarios del parque, que también sirven de alojamiento temporal a estudiantes universitarios en pasantía.

La ciudadela flota sobre estacones a unos tres metros del piso, para estar a salvo de las inundaciones y de las alimañas nocturnas. Es segura. Cuando uno remonta la corriente del Amazonas se tropieza con paisajes variopintos en la orilla que corresponde a Colombia, pero igual en la que está en Perú y Brasil. Por tramos, los bordes están tejidos en la selva espesa y de apariencia impenetrable en la que cantan los guacamayos y los micos aulladores. Pero en otros pasajes se descubren potreros de pastos bien motilados y aldeas rodeadas por cultivos de arroz y plátano, base de la dieta local.

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El recorrido rumbo a los lagos, a 35 kilómetros por hora desde Amacayacu, a orillas del Amazonas, apenas tarda 50 minutos. Antes de entrar al primer lago, nombrado El Correo, la lancha bordea un pueblito de tablas pintadas de todos los colores al que llaman “el pesebre natural de Colombia: Puerto Nariño”.

Puerto Nariño se descubre apacible y desnudo. No tiene calles y apenas, sí, un par de bicicletas que se la pasan guardadas porque están prohibidas, por disposición de la Alcaldía, para no incomodar a los turistas. De allí al gran Tarapoto uno alcanza a dar dos bostezos y a mirar desde la lancha las aguas llenas de taninos que se desprenden de la vegetación. Decenas de nutrientes y compuestos naturales que convierten los lagos en un espejo gigante y oscuro en el que se estrella la luz del mediodía.

Al tiempo que comienzo a sentirme cansado después de remar 40 minutos con mis pies en las aguas densas del Tarapoto, Henry, mi compañero, me hace señas, pero omite cualquier palabra. No alcanzo a entenderle que hay un delfín rosado que cruza junto a mi espalda. Luego Alberto nos explica que esos bichos mansos pero esquivos son muy sensibles a las energías humanas y que generalmente se alejan. Entonces me halaga su compañía, aun tan pasajera.